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Cartas desde mi celda

Cuento

Es un hombre que vive en la montaña, en una casa. Discute con su mujer y ella se marcha por la mañana, diciendo que se va a casa de su madre y no va a volver. Como lo ha hecho varias veces, el hombre imagina que volverá por la tarde. A mediodía aparece una chica que va de excursión, llama a la casa para pedir agua y se queda a comer. Cuando llega la hora de irse, está nevando levemente y él piensa decirle que se quede, por si es peligroso y se pierde, pero el miedo de que vuelva su mujer y vea a otra en la casa le frena, por eso se calla y deja que se vaya. Al día siguiente, ha nevado y hace mucho frío. Su mujer no ha aparecido ni puede subir porque ha caído una nevada muy fuerte. A través de un equipo de radio aficionado descubre que buscan a una chica en la montaña y al cabo de unas horas la encuentran muerta. Es la chica que pasó por su casa.

Venga, vete, sí, no vuelvas. Esta mañana estás especialmente pesada. Te he oído. Sí, joder. No chilles.

Antonia cogió las llaves del coche y amenazó con irse a casa de su madre. Otra vez. “Mejor -pensé- ¿a qué esperas?”. Sólo llevaba dos horas despierto y ya me dolía la cabeza de escucharla. Y ahí me quedé, esperando. Me senté en el sofá y desplegué el diario, fingiendo indiferencia, que es lo que peor le sienta. Escuché durante mucho rato sus gritos mezclados con el taconeo de los zapatos mientras se arreglaba para salir, hasta que la casa tembló cuando cerró la puerta de un portazo. Por fin respiré. Por fin el silencio.

No es normal, pero sí cotidiano. He asistido al mismo espectáculo tantas veces que lo considero parte de mi matrimonio. Quizá no me preocupa porque tomé el camino de la indiferencia, porque sé que vuelve. Y no se va a ver a su madre. La mayoría de las veces se da una vuelta por el Centro Comercial de Villaluz y regresa como si no hubiera pasado nada.

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